No puedo decir
que esta sea una historia extraordinaria. Realmente es una historia más de
tantas, de las que ocurren constantemente en cualquier parte del mundo. Es una
historia de las típicas en la que un hombre y una mujer se enamoran…..Porque
nos guste o no el amor es el motor del mundo, su energía y su calor. ¡Cuántas horas perdidas! ¡Cuántas
horas regaladas a la nada! Cuántas batallas derrochadas, malgastadas. Todo
quedó desquebrajado gris y roto. Nada pudo salvarse, ni un pequeño átomo de
aquella inconmensurable pasión usada tan sólo en el intento de aunar esfuerzos,
ilusiones y sueños.
Aquel amor había nacido como todos,
de casualidad. Nació un día del que apenas recuerdo nada porque, como todas las
cosas importantes que nos ocurren, nació en silencio, sin anuncio previo, sin
que nos demos cuenta, sin avisar.
Recuerdo una ciudad pequeña, una
mañana temprano, un día más de los de ir a trabajar y de repente, en un cruce
de calles, la misma persona con su continua rutina, como yo. Así día tras
día este cruce va tomando importancia
para mí. Ver a esa persona es tan importante para que el día sea perfecto como
el café del barecito de la esquina.
¡Qué plenitud! Llueve, pero el sol
brilla. Nos hemos cruzado un día más. No se su nombre, no importa. Nuestras
soledades se encuentran en mundos infinitos y aunque no se tocan se
respiran…Están vivas…..Cruzan sus estelas sin tocarse e inundan el espacio de
luz y calor llenando el vacío que nos rodea….Toman miles de formas vibrando
llenos de color. Entonces nace un mundo nuevo, desconocido.
¡Qué pena! Aquel amor se había
desgastado, y no usarlo, sino de todo lo contrario, se había marchitado sin ver
la luz. Aquellos dos extraños se habían soñado durante mucho tiempo en esa
lejanía cotidiana de las personas que se
ven y se hablan todos los días pero que, por seguir las normas establecidas a
su alrededor, no bajan justo un escalón más y comienzan a comunicarse en otro
nivel distinto. Durante mucho, mucho
tiempo amanecieron soñándose, construyendo ese momento preciso en el que un
olor, una mirada, un roce, un tono de voz iba a producir la unión de dos
universos.
Sin embargo, una de esas casualidades a las que muchas veces llamamos
destino, hizo que a última de la tarde Roger entrara en la tienda donde yo
trabajaba. El corazón se me heló, mis músculos se encogieron. Pasó por delante
de mí y ni tan siquiera notó mi presencia. Del hielo pétreo de una estatua pasé
a la oscuridad del barro sin cocer de una figurita. Estuvo hablando con uno de
mis compañeros del cual era un viejo amigo. Salí del trabajo con el alma
hundida en lo más profundo de la laguna Estigia, pero cuando ya lo di todo por
perdido mi compañero Carlos me cogió del brazo y me dijo:
--¿Qué te pasa
Carolina? Hoy me tienes preocupado. Te veo apagada, descolocada. Pasas
demasiado tiempo sola. Temo que te conviertas en una vieja rodeada de gatos y
tapetitos de ganchillo. Hoy me acompañarás. No, no te puedes negar es mi
cumpleaños.
Así cogida del brazo de Carlos llegamos al cafetín de la esquina. Casi
vuelvo a perder las fuerzas cuando Carlos le tocó el brazo a aquel desconocido
y éste se dio la vuelta. Sus ojos grises me miraron con sorpresa. Roger estaba
allí y yo no sabía que decirle. Afortunadamente Carlos nos presentó de inmediato
y para seguir la conversación fue Roger quien, rompiendo el hielo, siguió
hablando. Yo, por mi parte, no sabía ni tan siquiera de qué hablar y disimulé
mi torpeza en una injustificada timidez que según Carlos siempre me atacaba ante los extraños.
¡Ah! Bendita timidez y bendito aquel extraño
que conocía desde hacía tanto tiempo.
En algún momento que no recuerdo con precisión cuando cada uno ya
marchaba de vuelta a su casa me
preguntó:
--Disculpa, tu cara me es muy familiar ¿dónde nos hemos visto antes?
--Cada mañana en el semáforo de la plaza de Calatrava. Bueno los fines de
semana no porque, no suelo tener que ir a trabajar—Le contesté.
El se quedó gratamente sorprendido.
Aquella noche no hablamos mucho más. Era viernes y el fin de semana
pondría tiempo y espacio entre nosotros. Desde aquel día todas las mañanas cruzábamos un saludo en
el semáforo de la plaza. Algunos días Roger pasaba por la tienda a saludar a Carlos y, si había oportunidad, también a
mí. Se despedía con un “nos vemos
mañana”. Esa noche parecía que los duendes y las hadas durmieran conmigo.
Sus palabras eran mágicas. Daban total sentido a mi vida. Nada podría ir mal.
Eran mi talismán.
Pasaron los días, los meses y puede que hasta algún que otro año. Sería a
finales de Marzo cuando Roger nos estaba esperando a Carlos y a mí frente a la
tienda. Nos dio un apretón de manos y nos comunicó que al día siguiente su
empresa lo trasladaba a una ciudad un poco más pequeña a trescientos kilómetros de donde vivíamos.
Nos invitó a visitarlo siempre que quisiéramos. Esa noche las puertas del
Averno se volvieron a abrir para mí. Fue la primavera más gris que recuerdo.
Nunca fui a visitarlo. Tenía
noticias de Roger a través de Carlos y de alguna breve línea que nos
escribíamos en Navidades y cumpleaños. Yo entonces cuidaba a mi madre. Fue
después de morir mi madre y de dejar de
trabajar en la tienda cuando me decidí a visitar a Roger. Había tardado
demasiado tiempo en hace mi pequeña maleta y encaminarme a la estación. Aún
ahora me sobrevenían las dudas. No estaba convencida de que aquella decisión
fuera la más acertada. Era consciente de que lo que iba a encontrar después de
tantos años podía haberse desarrollado de cientos de maneras. También sabía que
muchas de ellas no tenían porqué agradarme e incluso que la realidad no se
correspondería con lo que tantas veces
había imaginado. Cada vez que el tren paraba en una nueva estación sentía un
impulso irrefrenable de bajarme. Pero ¿para qué?, ¿para volver?. Para volver a
mi vida de todos los días, para volver a levantarme abriendo la ventana de mi casita modesta con su jardincillo, que,
a fin de cuentas, era el que medía el paso del tiempo de mi vida. Una estación
nueva, otro año, otra primavera, otro otoño, otra vez las ramas desnudas. Otra
vez aquel pinchazo n el corazón. Habían pasado demasiados años y el corazón
empezaba a dolerme sin consuelo. Ya era un dolor crónico, tan fuerte que me
obligó a coger unas pocas cosas y salir
sin decir nada a nadie. Al único que podría haber avisado de mi viaje era a
Carlos.
A medida que el tren se acercaba a su destino. Un miedo incomprensible
empezó a invadirme. Salí de la estación y busqué un hotel donde alojarme. Era
un hotelito pequeño, sin lujos pero coqueto. Más bien era una pensión de fachada clara con macetas en
sus balcones y ventanas. La habitación daba a una calle principal. Era luminosa
y muy cómoda. Hacía muchos años que no salía de mi pueblo y este viaje me
estaba sentando bien. Después de instalarme recorrí las calles principales del
pueblo buscando alguna señal. Tenía miedo de no reconocerlo, de que ya no se
acordara de mí. Sabía que él también seguía solo porque de no ser así, de haber
tenido una familia jamás me hubiera subido a aquel tren. Como se acercaba la
hora de comer me aventuré a entrar en el cafetín con el fin de reponer fuerzas.
Me encantaba el olor a cafetería. El ruido de las tazas, el calor humano que
hay en ellas. Me senté frente a una
ventana para ver pasar a la gente. El ruido del ambiente me aislaba en mis
pensamientos. Sin quererlo una voz sobresalió de entre todas las demás. Mis
venas se volvieron a helar como hacía años. Me levanté de la silla, turbada sin
saber qué reacción esperar. Me planté justo detrás de aquel señor con el pelo
un poco más canoso, más encorvado y le toqué en el hombro. Dos grandes ojos
grises se abrieron sorprendidos al verme. Volvía sentir como la vida recorría
de nuevo todas mis arterias, mis músculos y llegaba hasta el alma. Volvía de
nuevo la primavera. Mi invierno había terminado. Después de los saludos de rigor y las preguntas de cortesía salimos
de la cafetería y nos despedimos. El ritmo del tiempo que quedó detenido,
congelado años atrás puso de nuevo su mecanismo en marcha. De sus labios volvieron a surgir las palabras
mágicas: “nos vemos mañana”.
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