miércoles, 6 de junio de 2012

PALABRAS MÁGICAS




No puedo decir que esta sea una historia extraordinaria. Realmente es una historia más de tantas, de las que ocurren constantemente en cualquier parte del mundo. Es una historia de las típicas en la que un hombre y una mujer se enamoran…..Porque nos guste o no el amor es el motor del mundo, su energía y  su calor.    ¡Cuántas horas perdidas! ¡Cuántas horas regaladas a la nada! Cuántas batallas derrochadas, malgastadas. Todo quedó desquebrajado gris y roto. Nada pudo salvarse, ni un pequeño átomo de aquella inconmensurable pasión usada tan sólo en el intento de aunar esfuerzos, ilusiones y sueños.
            Aquel amor había nacido como todos, de casualidad. Nació un día del que apenas recuerdo nada porque, como todas las cosas importantes que nos ocurren, nació en silencio, sin anuncio previo, sin que nos demos cuenta, sin avisar.
            Recuerdo una ciudad pequeña, una mañana temprano, un día más de los de ir a trabajar y de repente, en un cruce de calles, la misma persona con su continua rutina, como yo. Así día tras día  este cruce va tomando importancia para mí. Ver a esa persona es tan importante para que el día sea perfecto como el café del barecito de la esquina.
            ¡Qué plenitud! Llueve, pero el sol brilla. Nos hemos cruzado un día más. No se su nombre, no importa. Nuestras soledades se encuentran en mundos infinitos y aunque no se tocan se respiran…Están vivas…..Cruzan sus estelas sin tocarse e inundan el espacio de luz y calor llenando el vacío que nos rodea….Toman miles de formas vibrando llenos de color. Entonces nace un mundo nuevo, desconocido.
            ¡Qué pena! Aquel amor se había desgastado, y no usarlo, sino de todo lo contrario, se había marchitado sin ver la luz. Aquellos dos extraños se habían soñado durante mucho tiempo en esa lejanía cotidiana  de las personas que se ven y se hablan todos los días pero que, por seguir las normas establecidas a su alrededor, no bajan justo un escalón más y comienzan a comunicarse en otro nivel  distinto. Durante mucho, mucho tiempo amanecieron soñándose, construyendo ese momento preciso en el que un olor, una mirada, un roce, un tono de voz iba a producir la unión de dos universos.
Sin embargo, una de esas casualidades a las que muchas veces llamamos destino, hizo que a última de la tarde Roger entrara en la tienda donde yo trabajaba. El corazón se me heló, mis músculos se encogieron. Pasó por delante de mí y ni tan siquiera notó mi presencia. Del hielo pétreo de una estatua pasé a la oscuridad del barro sin cocer de una figurita. Estuvo hablando con uno de mis compañeros del cual era un viejo amigo. Salí del trabajo con el alma hundida en lo más profundo de la laguna Estigia, pero cuando ya lo di todo por perdido mi compañero Carlos me cogió del brazo y me dijo:

--¿Qué te pasa Carolina? Hoy me tienes preocupado. Te veo apagada, descolocada. Pasas demasiado tiempo sola. Temo que te conviertas en una vieja rodeada de gatos y tapetitos de ganchillo. Hoy me acompañarás. No, no te puedes negar es mi cumpleaños.
           
Así cogida del brazo de Carlos llegamos al cafetín de la esquina. Casi vuelvo a perder las fuerzas cuando Carlos le tocó el brazo a aquel desconocido y éste se dio la vuelta. Sus ojos grises me miraron con sorpresa. Roger estaba allí y yo no sabía que decirle. Afortunadamente Carlos nos presentó de inmediato y para seguir la conversación fue Roger quien, rompiendo el hielo, siguió hablando. Yo, por mi parte, no sabía ni tan siquiera de qué hablar y disimulé mi torpeza en una injustificada timidez que según  Carlos siempre me atacaba ante los extraños. ¡Ah! Bendita timidez y bendito aquel extraño  que conocía desde hacía tanto tiempo.
En algún momento que no recuerdo con precisión cuando cada uno ya marchaba  de vuelta a su casa me preguntó:
--Disculpa, tu cara me es muy familiar ¿dónde nos hemos visto antes?
--Cada mañana en el semáforo de la plaza de Calatrava. Bueno los fines de semana no porque, no suelo tener que ir a trabajar—Le contesté.
El se quedó gratamente sorprendido.
Aquella noche no hablamos mucho más. Era viernes y el fin de semana pondría tiempo y espacio entre nosotros. Desde aquel  día todas las mañanas cruzábamos un saludo en el semáforo de la plaza. Algunos días Roger pasaba por la tienda a saludar  a Carlos y, si había oportunidad, también a mí. Se despedía con un “nos vemos mañana”. Esa noche parecía que los duendes y las hadas durmieran conmigo. Sus palabras eran mágicas. Daban total sentido a mi vida. Nada podría ir mal. Eran mi talismán.

Pasaron los días, los meses y puede que hasta algún que otro año. Sería a finales de Marzo cuando Roger nos estaba esperando a Carlos y a mí frente a la tienda. Nos dio un apretón de manos y nos comunicó que al día siguiente su empresa lo trasladaba a una ciudad un poco más pequeña  a trescientos kilómetros de donde vivíamos. Nos invitó a visitarlo siempre que quisiéramos. Esa noche las puertas del Averno se volvieron a abrir para mí. Fue la primavera más gris que recuerdo.
 Nunca fui a visitarlo. Tenía noticias de Roger a través de Carlos y de alguna breve línea que nos escribíamos en Navidades y cumpleaños. Yo entonces cuidaba a mi madre. Fue después de morir mi madre y de  dejar de trabajar en la tienda cuando me decidí a visitar a Roger. Había tardado demasiado tiempo en hace mi pequeña maleta y encaminarme a la estación. Aún ahora me sobrevenían las dudas. No estaba convencida de que aquella decisión fuera la más acertada. Era consciente de que lo que iba a encontrar después de tantos años podía haberse desarrollado de cientos de maneras. También sabía que muchas de ellas no tenían porqué agradarme e incluso que la realidad no se correspondería  con lo que tantas veces había imaginado. Cada vez que el tren paraba en una nueva estación sentía un impulso irrefrenable de bajarme. Pero ¿para qué?, ¿para volver?. Para volver a mi vida de todos los días, para volver a levantarme abriendo la ventana  de mi casita modesta con su jardincillo, que, a fin de cuentas, era el que medía el paso del tiempo de mi vida. Una estación nueva, otro año, otra primavera, otro otoño, otra vez las ramas desnudas. Otra vez aquel pinchazo n el corazón. Habían pasado demasiados años y el corazón empezaba a dolerme sin consuelo. Ya era un dolor crónico, tan fuerte que me obligó a  coger unas pocas cosas y salir sin decir nada a nadie. Al único que podría haber avisado de mi viaje era a Carlos.
A medida que el tren se acercaba a su destino. Un miedo incomprensible empezó a invadirme. Salí de la estación y busqué un hotel donde alojarme. Era un hotelito pequeño, sin lujos pero coqueto. Más bien era  una pensión de fachada clara con macetas en sus balcones y ventanas. La habitación daba a una calle principal. Era luminosa y muy cómoda. Hacía muchos años que no salía de mi pueblo y este viaje me estaba sentando bien. Después de instalarme recorrí las calles principales del pueblo buscando alguna señal. Tenía miedo de no reconocerlo, de que ya no se acordara de mí. Sabía que él también seguía solo porque de no ser así, de haber tenido una familia jamás me hubiera subido a aquel tren. Como se acercaba la hora de comer me aventuré a entrar en el cafetín con el fin de reponer fuerzas. Me encantaba el olor a cafetería. El ruido de las tazas, el calor humano que hay en ellas. Me senté frente  a una ventana para ver pasar a la gente. El ruido del ambiente me aislaba en mis pensamientos. Sin quererlo una voz sobresalió de entre todas las demás. Mis venas se volvieron a helar como hacía años. Me levanté de la silla, turbada sin saber qué reacción esperar. Me planté justo detrás de aquel señor con el pelo un poco más canoso, más encorvado y le toqué en el hombro. Dos grandes ojos grises se abrieron sorprendidos al verme. Volvía sentir como la vida recorría de nuevo todas mis arterias, mis músculos y llegaba hasta el alma. Volvía de nuevo la primavera. Mi invierno había terminado. Después de los saludos  de rigor y las preguntas de cortesía salimos de la cafetería y nos despedimos. El ritmo del tiempo que quedó detenido, congelado años atrás puso de nuevo su mecanismo en marcha. De  sus labios volvieron a surgir las palabras mágicas: “nos vemos mañana”.