
Sinceramente no se por qué relacionan el otoño con el final de la vida. Debería de ser el principio, porque con cada otoño comienza un nuevo ciclo, comienza el curso escolar, es la vuelta al trabajo con las pilas cargadas, comienzan otra vez el frío y el mal tiempo.
Llegan las primeras lluvias. ¡Qué gustito nos da ese frescor de las primeras bajadas de temperatura! (Aunque luego nos cueste un catarro) ¡Y qué bonito es ver llover detrás de la ventana con una taza de café en la mano! Ja ja ja, ahí va corriendo la vecina del quinto a la que se le ha volado el paraguas. Los paraguas, más que nuestros aliados, son nuestros enemigos. Cuando más los necesitas van y se descoyuntan con el primer golpe de aire que se les pone por delante… eso sí, son modernísimos, de los que se pliegan y caben en cualquier sitio. Menos mal que en cuanto llueve, surgen chinos con bolsas en la cabeza vendiendo paraguas de lo más variado. Si los paraguas son de los buenos, de esos que parecen bastones, se encaran con el viento y tú detrás de ellos intentando separarlos, pero nada que te arrastra y te arrastra.
Con mi taza de café junto a la ventana veo como contrastando con el gris del cielo las calles se tiñen de pintitas de colores en movimiento. Otro inconveniente, porque no hay manera de circular por las aceras, todo son tropezones que sacan a la luz nuestra parte más torpe. Siempre existe el típico listillo o listilla que se va escondiendo de paraguas en paraguas y se evita de tener que llevar el suyo.
Pero lo mejor de esta lluvia otoñal, es el lado romántico. Los amores de verano que aún perduran viven una segunda etapa. La lluvia nos facilita el acercamiento a nuestro congénere con la excusa de no mojarnos y compartir paraguas o el declarar nuestros sentimientos debajo de un balcón o soportal aguardando a que la lluvia nos de una tregua y continuar el camino.